domingo, 23 de diciembre de 2012

Belleza.



 Azuzado me siento, cual perro, enardecido por el odio de la mano dueña. Mano que, de forma incesante y sin tapujo ni remordimiento, golpea con baja moral el recuerdo, enterrado en las edades de la indiferencia, que hoy en día no hace más que traer discordia ante los oídos concordantes con las tragedias pasadas.
 Envuelto en el fino celofán de la impunidad, veo reflejada la peor de las autocríticas, ruborizando incluso a quien, con puñal en mano frente al cadáver de su inocencia, mira con cara de pasmada indignación al acusador de crímenes sin testigo.
 Me veo forzado a creer, frente a la intolerancia de tal convicción, que el deseo de estar es sincero, aunque visto tras los cristales de la intolerancia y cansancio todo parece sucio y corrompido por la rutina de no saber a quien culpar por nuestras malas disciplinas.
 Es ahí donde el “cómo” se encuentra con el “por qué”, siendo el segundo el, al parecer, menos importante en casos de disputa. Algunos seguimos creyendo que tal vez este si justifique al primero, de forma, aunque sea, parcial. Pues, ¿dónde nos encontraríamos si juzgáramos los hechos por su consecuencia sin tener en cuenta su naturaleza?
 Hoy me pregunto, ¿es qué ya no nos vemos hermosos como solíamos creernos en épocas de pecados inculpables?.
 La belleza que proclamamos con anterioridad sobre nuestras personas y cercanos, se esfuma a velocidades incomprensibles, pero aún así nos aferramos a la idea de vernos impávidos ante el tiempo y la progresión del mismo sobre nuestros relacionados.
 Así, cada paleada, vuelve más profunda la tumba social que nos conjuramos al no elegir ser amables con las verdades. Verdades que escupimos a quienes enfrentamos con desnuda postura de honestidad.
 Estamos negando nuestro instinto de autoconservación y nos place, por que es la única cosa que nos queda por elegir. Nuestra última rebelión solo puede ser llevada a cabo contra la última de nuestras libertades, la elección de un futuro.