Azuzado me siento,
cual perro, enardecido por el odio de la mano dueña. Mano que, de forma incesante
y sin tapujo ni remordimiento, golpea con baja moral el recuerdo, enterrado en
las edades de la indiferencia, que hoy en día no hace más que traer discordia
ante los oídos concordantes con las tragedias pasadas.
Envuelto en el fino
celofán de la impunidad, veo reflejada la peor de las autocríticas, ruborizando
incluso a quien, con puñal en mano frente al cadáver de su inocencia, mira con
cara de pasmada indignación al acusador de crímenes sin testigo.
Me veo forzado a
creer, frente a la intolerancia de tal convicción, que el deseo de estar es
sincero, aunque visto tras los cristales de la intolerancia y cansancio todo
parece sucio y corrompido por la rutina de no saber a quien culpar por nuestras
malas disciplinas.
Es ahí donde el “cómo”
se encuentra con el “por qué”, siendo el segundo el, al parecer, menos
importante en casos de disputa. Algunos seguimos creyendo que tal vez este si
justifique al primero, de forma, aunque sea, parcial. Pues, ¿dónde nos
encontraríamos si juzgáramos los hechos por su consecuencia sin tener en cuenta
su naturaleza?
Hoy me pregunto, ¿es
qué ya no nos vemos hermosos como solíamos creernos en épocas de pecados
inculpables?.
La belleza que
proclamamos con anterioridad sobre nuestras personas y cercanos, se esfuma a
velocidades incomprensibles, pero aún así nos aferramos a la idea de vernos
impávidos ante el tiempo y la progresión del mismo sobre nuestros relacionados.
Así, cada paleada,
vuelve más profunda la tumba social que nos conjuramos al no elegir ser amables
con las verdades. Verdades que escupimos a quienes enfrentamos con desnuda
postura de honestidad.
Estamos negando
nuestro instinto de autoconservación y nos place, por que es la única cosa que
nos queda por elegir. Nuestra última rebelión solo puede ser llevada a cabo
contra la última de nuestras libertades, la elección de un futuro.