miércoles, 20 de septiembre de 2017

Me cuesta admitir.

 Me cuesta admitir, quizá, que mi soledad es más concurrida de lo que advierten las noticias. Que sus nostalgias de derraman sin sorbo alguno, excomuniones otorgadas a la practicidad del asunto. Que los silencios, manjar de comensales, se enfrían en silencio mortuario, cuando las campanadas de la platería deberían festejar lo que no se oye.
 Me cuesta admitir, aun más quizá, que a pesar de todo, nadie ha tocado la mesa dulce. En la que preparé con tanto cuidado esas imágenes típicas tuyas, esas metáforas de alas, esas risas tan poco meticulosas, esos extremos no tan alejados.
 Me resulta extraño, por no decir molesto, admitir que mis huéspedes son caprichosos, que se invitan y desinvitan a placer, siendo lo primero irritante y lo segundo casi soñado, lo primero consecuente y lo segundo, aunque me cueste admitir, un placer ausente.
 Entonces decía, que me resulta un alivio admitir, aunque lo estiro y ya lo hice largo, que me asusta encontrarme con tu rostro que no es el mío, o con mi rostro tuyo. Encontrarme con verdad sobre mí, tu visión de mí, tu rechazo de mí.
 Pero entonces quiero admitir que aún así, no me admito en esa forma, no me acepto cobarde, no permanezco inadmisible.