jueves, 4 de julio de 2013

Su majestad.

 De amarillo, vestía él, frente a la corte. Sus crímenes se veían ahora tan distantes, que se consideraba tan inocente como el resto de la concurrencia. Eso no era mucho decir tampoco, pues para ser jurado se debía ser una clase de inocente muy particular, de esos que cometen tantas infracciones como les da el tiempo a solas, de aquellos a los que el parpadeo de la vigilancia les resuena como un eco distante de sirena persecutora a la lejanía. Estaban todos reunidos frente a él no para juzgar sus tentaciones, solo querían reprocharle el que no pudiera haberlas escondido tan bien como ellos hacían gala de.
 Trastornó sus ademanes de saludo y quebró la parafernalia que había presentado impecable hasta ese momento. Casi toma el asiento enfrente suyo y a mitad de flexión, decide erguirse nuevamente con aires de grandeza renovada. Mira a la posteridad, pues eso eran ellos.
—No serán ustedes quienes me juzguen, —se relamió, —no serán ustedes quienes me condenen. —Hizo una gran pausa tras ello.
 Ya se había auto impuesto él mismo su castigo. Ellos solo obraban según su voluntad, la concordancia de sus deseos era solo banal, efímera. Eran niños jugando a no perder, pues torcían sus caprichos en dirección del regaño de un adulto. Testarudos.