lunes, 1 de octubre de 2012

El grito.


 Como el más indefenso de los niños, le temo al reproche causado por la intención. Me enfrento al castigo que despojado de misericordia llega sin demoras ni escalas, en viaje directo a lo profundo de mi persona. Y con miedo incalculable, levanto la cabeza lentamente, mucho más lento de lo que quisiera, por que el valor medido en cuenta gotas que hoy luzco, aferrado a la inconsciencia de la decisión prematura, debe ser administrado de la forma más calculada. Me visto de harapos del monto de los abandonados, el bulto que, olvidado en la esquina, ofrece ese cobijo que con desprecio y miradas altivas se niegan los transeúntes a considerar de valor.
 Entrego sin placer una exclamación ante el amargo beso del subjetivismo, por que es así como las guerras se evitan, dando a callar con eufemismos el grito desgarrador de lo más recóndito del ser.

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