Escondidas de la voluntad
ajena, las palabras pronunciadas, no sin antes dejar claro el desprecio, se
vuelven contra el formulador. En estado de catatonia se permite caer en la
suposición de que es una equivocación causada por el, tal vez aún más culpable
de lo que cree y quiere admitir, sujeto frente a su discurso. Visto de una
forma, paulatinamente, más retorcida a favor de si mismo, el sujeto se sumerge de
forma casi total en lo que afirma creer. Ni un pelo escapa a la viscosidad de
la melancolía que, vista como algo irrisorio, nos patea las espaldas al darnos
el lujo de ignorarla y, ya siendo demasiado tarde, ni jabones ni carbones podrían
remover de nuestra existencia, aunque tallando con ferocidad se utilicen. Viéndolo
de lejos, la vista del panorama no asombra porque este pertenece al imaginario
vulgar del situacionismo, que, admirado con la lupa polvorienta de la reseña
sigue siendo tan deliciosamente desesperanzador como lo sea el abandono de la
pasión.
Así el extraño a sí mismo se marea y padece los vértigos del disciplinamiento clásico de “sufre los hechos, analiza lo
acontecido, acomódate a los tiempos”.
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