Últimamente
estoy teniendo ciertos estallidos de ánimo en los cuales paso de una euforia
irrefrenable a una rabia tan ardiente como difícil de disipar.
Estas ocasiones, aunque poco anticipables,
resultan ser diarias, con la rigurosidad mecánica de un reloj de péndulo.
Estando a merced de mis impulsos más
primitivos, me considero idiota por caer presa de la estupidez colectiva.
No puedo evitar pensar en situaciones de
resolución que difiere de lo escogido por mi mal juicio, me critico silencios
que, en la más absoluta de las incomodidades, me enfrentan a dejarme morir como
un número más, de los tantos conocidos, o darle la final estocada al corazón de
quien, sosteniendo los pedazos rotos de este, me mira con la tristeza más
profunda que pueda ser sentida con la avidez de la mejor intencionada empatía.
Sin embargo, finalmente, veo el sol y recuerdo
que este sale sin importarle no ser visto, sin preocuparse por diletancias
ajenas y más que nada, no hace asco a brillar con despreocupado orgullo sobre
las cabezas de aquellos infelices que ven la noche como mal presagio y se
lamentan que otro no les alumbre el camino que ya conocen.
Tener miedo a estar solo es temer a la
introspección.
Temer de esta forma es temer a uno mismo.
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