jueves, 28 de mayo de 2015

Dios salve a la reina.

 Rosa viaja sentada en ese colectivo al que recurre todas las mañanas, con el mismo chofer de todos los días.
 Rosa vive en un barrio el cual asegura que, sin mucho conocimiento de estadísticas, se ha vuelto increiblemente, aunque en otras palabras, escatológico.
 Rosa trabaja doce horas por día limpiando los desastres de gente la cual dice conocer y haber visto crecer. Como si esta fuese justificación para el pisoteo que le realizan a su autoestima, llorando cada palabra en silencio al pronunciarla.
 Rosa gana por día menos de lo que su hijo gasta en polvos feéricos de distintos calibres.
 Rosa se castiga el alma repitiéndose una y otra vez que la descendencia es lo más sagrado y que se encuentra para, aunque el rechazo de la misma se lo niegue, protejer la susodicha. Se parafrasea de vez en cuando, con poca confianza en esas palabras, algún que otro versito de ese libro con anotaciones eclesiásticas en el que tanto se apoya.
 Rosa cree con todo su ser que "así es la vida" y a "cada uno le toca lo que le toca".
 Rosa es avara, porque en su falta de ambición por lo material, deseea poseer la eternidad inalcanzable, prometida a los pobres, a los desprotegidos, a los desposeídos, desamparados.
 Rosa no se va a ganar ningún cielo que no le hayan negado ya.
 Rosa muere, al igual que todos, un segundo a la vez. Se le acaba el tiempo.
 Rosa no va a ser llorada por nadie cuyas lágrimas sean de una pureza o un amor suficiente como para ofrendar.
 Rosa se pregunta donde estará su marido. Hace dos días que no vuelve. Pero esas cosas pasan, son "cosas de hombres", "necesitan tiempo para pensar".
 Rosa se muere y no nos damos cuenta.
 Nosotros morimos con ella.

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