Te hago masticar mi nombre
mientras sufres, porque responsable soy y al mismo tiempo tu auxilio. Desprovisto
de la poesía que, jactada de ante mano, hizo estruendos en ciertas charlas con
matices por demás adultos, te apuñalo con una lengua afilada y que reluce. Reluce
la misma por mi deseo de ilustrar, el cual es tan o más intenso que tu deseo de
ocultar bajo la más ignominiosa de las falacias. Pero no nos engañemos, que
tales aspiraciones no son contrarias, pues el descubrir ante el mundo no es mi
ambición, si no, simplemente y con el menor índice de error, dar a entender y
ayudar a aceptar lo que se niega por oposición conciente.
Me ves como enemigo asiduo, cuando no busco más
que darte el juicio suficiente para estimar tu alrededor con la humildad que, aún
sin molestarme, me falta. Sin sobrarme palabras y quedándome corto de
sentencias te encuentro de nuevo desestimando la intención que baña de calidez
una escrupulosa acción, lamentablemente, errada en su resolución. Así el
menosprecio se hace frecuente y siendo mercado de una sola moneda la compra y
venta de desaprobación se torna, invisible a la vista del que escaso de
introspección se encuentra, una forma ruinosa de amasar una pequeña fortuna de situaciones
contraproducentes.
Pero todo esto no te es irreconocible, por que
si así fuera, bendita sea la estupidez con la que se baña tu ignorancia. Y como
esto te es familiar, aunque no quieras admitirlo, es que debo de hacerte susurrar
mi nombre, una y otra vez, hasta que se te acabe el aliento y sientas la gélida
atmósfera, inevitable y prolongada, por que así la quisimos.
Sin embargo no te preocupes por mí, el
invierno es cruel, despiadado y gris; la forma en la que me pinta tu mentira.
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