lunes, 21 de enero de 2013

Y durará el resto de nuestras vidas.



 Te hago masticar mi nombre mientras sufres, porque responsable soy y al mismo tiempo tu auxilio. Desprovisto de la poesía que, jactada de ante mano, hizo estruendos en ciertas charlas con matices por demás adultos, te apuñalo con una lengua afilada y que reluce. Reluce la misma por mi deseo de ilustrar, el cual es tan o más intenso que tu deseo de ocultar bajo la más ignominiosa de las falacias. Pero no nos engañemos, que tales aspiraciones no son contrarias, pues el descubrir ante el mundo no es mi ambición, si no, simplemente y con el menor índice de error, dar a entender y ayudar a aceptar lo que se niega por oposición conciente.
 Me ves como enemigo asiduo, cuando no busco más que darte el juicio suficiente para estimar tu alrededor con la humildad que, aún sin molestarme, me falta. Sin sobrarme palabras y quedándome corto de sentencias te encuentro de nuevo desestimando la intención que baña de calidez una escrupulosa acción, lamentablemente, errada en su resolución. Así el menosprecio se hace frecuente y siendo mercado de una sola moneda la compra y venta de desaprobación se torna, invisible a la vista del que escaso de introspección se encuentra, una forma ruinosa de amasar una pequeña fortuna de situaciones contraproducentes.
 Pero todo esto no te es irreconocible, por que si así fuera, bendita sea la estupidez con la que se baña tu ignorancia. Y como esto te es familiar, aunque no quieras admitirlo, es que debo de hacerte susurrar mi nombre, una y otra vez, hasta que se te acabe el aliento y sientas la gélida atmósfera, inevitable y prolongada, por que así la quisimos.
 Sin embargo no te preocupes por mí, el invierno es cruel, despiadado y gris; la forma en la que me pinta tu mentira.

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