Y de todas las
memorias que habría elegido para sostener una batalla en contra, esta no era ni
por asomo la candidata a tal evento.
La situación se
agravaba y perdía noción de la realidad a una velocidad que rozaba la de una
bala percibida a quemarropa, la saludaba con una palmada y seguía su camino
adelantándose a esta.
Mis sentidos
escapaban a mi cordura. Las sensaciones de objetos perdiéndose, gente
envejeciendo, objetos envejeciendo y gente perdiéndose en el desván de una línea
temporal que no me había sentado a rememorar en siglos.
Y de pronto
ella.
Me mira con sus
ojos cálidos y su piel helada. Helada por el escalofrío, por el miedo. Por el
miedo de haberme visto, no como soy sino por haberme visto como ella no me quería
saber siendo. Al oído me susurra, en dulces tonos, que ya no hay vuelta atrás
para ninguno de nosotros; que nos hemos condenado a la perdición y, aún peor, a
la estupidez.
A su lado, en
el suelo, acompañándola hasta el final de sus momentos se retuerce su esperanza
en mí.
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